jueves, 16 de febrero de 2012


LA JAULA DE PÁJAROS

5 de Abril, 2011.

Estaba dormida. Estaba dormida, pero como dormía en esos días. Jornadas de sueño de horas, largas, profundas, pero sin descanso. Se despertaba sintiendo que se había dormido hace diez minutos, con la sensación de poder seguir durmiendo un día entero. Como alerta. Ese día soñaba con la última imagen que había visto antes de dormirse. Con el paisaje de los bosques que hay en la ruta a Mar del Plata, que pasaban por sus ojos y se reflejaban en las ventanas del micro, como un royo de película pasa por el carrete de la cámara y se refleja en el prisma. No iban a Mar del Plata, iban a Chapadmalal, donde el turismo en semana santa está tranquilo, donde los acantilados hacen de muro de contención de la masa de gente que invade La feliz. Y Emilia buscaba eso, que los acantilados contengan lo que ella dejaba en Buenos Aires. No había sido el mejor año, su padre se había muerto y ella había terminado una relación de seis años, y no en los mejores términos. Esta era la primera vez que dejaba la capital desde que su padre se enfermó.

“Te suena el celular” le decía una voz en el sueño…”te suena el celular, te suena el celular”. De golpe sintió que una mano le agarraba el hombro. El sueño se acabó, el royo se desprendía de los engranajes y volvió a escuchar “te suena el celular”. Era la voz de Felipe, su actual pareja. Habían estado viéndose unos meses nomás, pero ella creía que era un buen chico y además le gustaba estar en su compañía. Por eso aceptó la propuesta de Felipe de pasar las vacaciones de semana santa en la casa que sus tíos tenían en la descampada Chapadmalal.

Un suave olor a amoníaco entró por la ventana, pero desapareció al instante.

Emilia agarró su teléfono entre sueños, sin abrir los ojos y lo acercó a su cara para ver quien era, luego agarró los anteojos que se habían caído sobre su falda mientras leía, antes de quedarse dormida. Volvió a acercar sus ojos a la pantalla del celular, nerviosa se acomodó sobre su asiento, apagó el aparato y lo dejó en la mochila, para volver a mirar por la ventana.

-Quien era? Preguntó su acompañante.

Ella no contestó.

-Ey, quien era?

-Mi mamá. Respondió dudando.

-Y porque no la atendiste?

-Porque no tengo ganas, todavía no llegué a Chapadmalal y ya me está llamando, que aprenda a estar sola de una vez.

Felipe la miró unos segundos y volvió a su libro. Leía mucho. Algo común en un estudiante de tercer año de Psicología. Esto era una de las cosas que le gustaban a Emilia de su nuevo compañero. Que si bien tenía solo veintitrés años, era un gran lector, un futuro intelectual, como lo llamaba ella. Leía de todo, novelas, historia, filosofía, de todo, y a la vez era como se diría, un pibe de barrio, simple. Era inteligente y dueño de una sensibilidad, que en este momento de su vida, a ella le venía muy bien. Necesitaba eso, compañía, pero a la vez libertad, que le permita vivir esta nueva etapa de soledad entre comillas, alguien que respete sus tiempos y que no se interponga entre ella y su “conocerse”. Era gentil, la trataba como una mujer se merece, con respeto. Felipe tenía todo lo que no tenía Javier, su ex pareja. Lector de “La Nación”, estudiante de economía, rígido, frío, de esos que creen que una mujer no es más que alimento para el ego, que nada tiene que ver con la compañía. Javier era egocéntrico, machista, mejor dicho falocéntrico. Ambicioso pero con soberbia, otro tipo de ambición de la que tenía Felipe. Tenía sexo como si el orgasmo fuese propiedad exclusiva de los hombres. Emilia todavía estaba tratando de descubrir porque estuvo tanto tiempo con él.

Llegaron a la terminal de Mar del Plata y caminaron hasta el centro. La lluvia hacía que el turismo de semana santa se disimule. Mientras esperaban el colectivo de línea que los llevaría a Chapadmalal, se sentaron a tomar un café en un bar antiguo. Emilia miraba a la gente caminando mientras Felipe continuaba leyendo su libro. De repente, de un salto, Emilia se levantó de su silla, tirando al piso la taza de café e interrumpiendo la lectura de su acompañante. Había visto algo entre la gente, algo que no esperaba ver, algo que no le había gustado ver. El café cayó sobre su pierna, haciendo que tenga que bajar su mirada nuevamente. Cuando la volvió a levantar, eso que había visto entre la gente, eso que tanto le había llamado la atención y hasta quizás perturbado, ya no estaba.

-Qué pasó Emilia?

-Creo que vi... Nada, no puede ser.

-No me digas eso, algo viste.

-No, no puede ser. Me lo debo haber confundido.

-A quién?

-A nadie, es una estupidez. Olvidate.

-No es una estupidez. Acabás de saltar como si hubieses visto la muerte y me decís que no viste nada? Que me olvide?

-De verdad, olvidate. Me confundí.

Felipe sabía que algo había pasado pero prefirió no insistir. Sabía lo que ese viaje significaba para ella, sabía que era la primera vez que salía de la capital desde la muerte de su padre y sabía que era la primera vez que salía de viaje con él. Por todo esto no quiso seguir preguntando.

Se tomaron el colectivo que los llevó hasta Chapadmalal. Bajaron sobre la ruta y caminaron hacia el bosque unas diez cuadras, donde se encontraba la casa de los tíos de Felipe. Era una antigua casona colonial, perdida en el campo. El viento y la sal habían erosionado las paredes, haciéndola parecer más antigua.

Al final del patio, donde comenzaban a crecer los árboles que hacían el bosque, cerca del granero, había una pajarera. Una jaula de unos dos metros de alto y otros dos de ancho, llena de aves, de distintas especies, colores, tamaños y cantos. Emilia observó durante un buen rato la jaula, una vez que se acomodaron. Por unos segundos el ruido de los pájaros al cantar se volvió ensordecedor. Volaban de punta a punta, como si algo los inquietase. Parecían un rodillo de lana, que giraba en su lugar, acompañado por una bola de sonido, un sonido agudo, como de alfileres golpeando contra el suelo. Esto se tornó hipnótico para Emilia, que miraba parada, seca, mientras Felipe preparaba mate para el atardecer en la playa.

-Te gustán? Interrumpió Felipe.

-Si, los pájaros me gustan.

-Y si, los pájaros, no?

-Los pájaros me gustan, no así la jaula. No termino de entender el fin.

-Que fin?

-Que estén encerrados. Para que encerrar un animal que tiene alas? La idea de tener alas no es volar?

La pregunta hizo dudar a Felipe.

-Es solo una pajarera.

-Si, es solo una pajarera llena de pájaros…que vuelan. Lo entiendo igual, es como un símbolo de estatus supongo.

Antes de que Felipe pueda responder, desde el bosque apareció un hombre. Tenía botas de goma, una boina y traía un balde de lata lleno de paja y maíz. Cuando Emilia lo vio, pegó un grito, no de miedo, de sorpresa. El hombre respondió con una sonrisa. Tenía las manos lastimadas y secas, como todo trabajador rural, piel oscura y ojos más oscuros que su piel. Tendría unos sesenta años, pero parecía más joven. Felipe se acercó y lo abrazó.

-Emilia, este es Ernesto, el casero desde que mis tíos compraron la propiedad. Más de veinte años.

Ernesto asintió con la cabeza.

-Buen día Emilia.

Ella, todavía sin comprender, respondió del mismo modo. Ernesto abrió la jaula y dejó adentro el balde. Las aves, como si supiesen lo que debían hacer, se calmaron.

Felipe y Emilia, se despidieron y se fueron a la casa.

-No íbamos a estar solos? Preguntó Emilia.

-Si, estamos solos.

Ella señaló hacia fuera, haciendo alusión a Ernesto.

-Supuse que sabrías que toda casa de campo tiene un cuidador, no me pareció lógico nombrarlo.

-La verdad que no sabía, no tengo casa de campo.

Felipe se acercó sonriente, como subestimando lo que Emilia sentía, la abrazó y la besó.

-Tranquila, Ernesto no nos va a joder. El vive en una casita en el bosque y prácticamente no sale de ahí.

Cuando volvieron de la playa, Felipe fue a darse una ducha, ya que se había metido al mar, así de frío como puede estar el mar atlántico en semana santa. No fue un impedimento para que se metiera a nadar unos minutos, los que aguantó quizás.

“Lo hace para impresionarme”, pensaba Emilia. “Tan importante es el ego para los hombres, tan fuerte es la necesidad de aprobación, que son capaces de meterse al mar helado, con la lluvia de semana santa, sin un gramo de sol siquiera”.

Mientras Felipe se bañaba, Emilia fue nuevamente a ver la pajarera.

“Como se verá de noche?”, murmuraba mientras caminaba hacia esta. A medida que se acercaba, los pájaros comenzaron a inquietarse. “Es el ruido de mis zapatillas contra el pasto mojado”, era ahora su pensamiento. Cuando llegó a estar a un metro, el sonido era insoportable, nuevamente la bola de ruido que salía del rodillo de lana hipnotizaba a Emilia. Había algo de esos pájaros que llamaba poderosamente su atención, y había algo de ella que inquietaba a esos pájaros. Quizás era eso lo que no permitía que deje de pensar en ellos desde que los vio. Quizás la necesidad de entender qué era lo que de ella les inquietaba tanto, no le permitía fijar su atención en otra cosa. Y ahí estaba, absorta, nuevamente hipnotizada por el vuelo histérico de esos animales, por las plumas cayendo lentamente al suelo. Ajena a todo. Ajena al mundo, al ruido del mar, a Felipe, a Chapadmalal, al cáncer que mató a su padre.

-Vení Emi, vamos a comer algo!!!. Gritó Felipe desde la casa.

Ella cayó en la realidad, con algo de dolor o de tristeza. Miró una vez más a los pájaros y se dio vuelta para ir a la casa. Antes de dar el primer paso, escuchó un ruido que venía desde el bosque. No tenía certeza si había algo, ni siquiera si había escuchado un ruido, o si el ruido venía del bosque. Con miedo en sus ojos, se acercó lentamente a la primera fila de árboles. No estaba segura si quería ver si algo había echo el ruido, pero estaba segura de que no quería irse sin saber. Los pájaros, como a propósito, enmudecieron. Lo único que oía era el ruido de sus pies contra el pasto mojado.

-Ernesto? Preguntó en voz baja. Sos vos?.

El ruido se volvió a oír, esta vez más hacia adentro del bosque. Era como el ruido de un pie caminando entre hojas o ramas secas. De que o quien era ese pie, no tenía idea. Lentamente comenzó a caminar hacia atrás, manteniendo su mirada en el bosque. Ahora, el sonido vino desde donde se encontraba el granero, a su derecha. Casi como reflejo giró e intentó correr hacia la casa. Pum! Su pecho golpeó contra la pajarera, que estaba detrás suyo, sin siquiera haberse percatado.

Los pájaros nuevamente enloquecieron, volaban de lado a lado, gritaban como si fueran personas, las plumas caían como lluvia.

Olvidando el dolor del golpe, corrió hacia la casa.

6 de abril, 2011.

“No fue gran cosa, pero estuvo bien. Es muy ansioso, se apura, pero estuvo bien. Es gentil, por ahí demasiado. Jajaj. Demasiado. Pero estuvo bien, que se yo. Será cuestión de tiempo. No nos conocemos hace tanto. Pero estuvo bien. Es un hombre, lo que buscan al final es acabar…ellos. Pero estuvo bien, que se yo…” Oía su propio murmullo en su cabeza. Acostada en la cama a la mañana, mientras lo observaba salir de la ducha desnudo, cambiándose. La cama estaba deshecha y ella repartida, enredándose con las sábanas sobre el colchón. Sonreía, miraba.

-Estás rara. Callada. Sentenció Felipe, arrancándola de sus pensamientos.

-Te miro.

-Te gusta verme caminar desnudo? No hay mucho que mirar.

-Ya se, por eso te miro.

-Honestidad brutal.

-Sad but true.

-Estás bien? Te noté nerviosa ayer. Cuando volviste de la pajarera.

- Si, no pasa….

Un ruido interrumpió la conversación. Venía de adentro de la casa. Emilia se tapó rápido. Felipe, solamente con sus calzoncillos puestos corrió hasta la entrada a ver que pasaba.

-Ernesto. Dijo Felipe. Ella oía desde el cuarto.

-Si, permiso.

-Tenés que tocar la puerta.

Ernesto no respondió.

-No sabés que podemos estar haciendo.

-Cogiendo. Respondió.

-Que decís Ernesto?

-Ja, no te enojes Felipe. Te conozco desde que sos así.

Por unos segundos se mantuvieron en silencio. Emilia suponía que se estaban midiendo.

-En fin, disculpá porque entré así, es la costumbre de que la casa esté vacía viste…Quería ver si necesitaban algo.

-No, estamos bien.

Emilia escuchó a Ernesto retirarse. Sintió como pasaba por detrás suyo. La cortina de la ventana que había arriba de la cama donde ella seguía acostada estaba cerrada. Era de madera, como las de las casas de campo, pero entre las maderas, se filtraba la luz de afuera. Se dio cuenta de que Ernesto pasaba porque los ases de Luz que entraban se cortaron por un instante y luego volvieron. De afuera no podía ver nada, pero igualmente, se metió debajo de las sábanas porque seguía desnuda. Felipe entró caminando rápido.

-Este tipo es un desubicado.

Emilia no respondió. Se limitó a mirarlo, con enojo, con desilusión. “Como dejás que un tipo te hable así?” Pensaba por dentro. “Como dejás que hable así de tu mujer?”. Él lo sabía. Por eso lo único que pudo hacer era bajar la mirada, esconder la cola, terminar de vestirse y hacer como si nada hubiese pasado. “Ni hables. Boludo. Cualquier cosa que digas te va a hacer quedar como un cagón, más cagón de lo que sos. Te faltó invitarlo a que pase a la habitación y le vea las tetas a tu mujer”, se respondió en silencio, mientras recogía la ropa con la mirada apuntando al suelo, sabiendo que si la levantaba, se encontraría con la verdad, con la mirada de Emilia, recordándole lo poco hombre que fue.

-Voy a preparar el desayuno, dijo mientras caminaba a la cocina.

Esa tarde fueron al centro comercial de Miramar. En el viaje por la ruta que costea la playa, por momentos Emilia sentía ráfagas de amoníaco. Como si el viento trajera pequeñas nubes de amoníaco, que dilataban sus papilas gustativas, haciendo que produzcan saliva, e irritaban sus ojos, humedeciéndolos. En el asiento de adelante, una nena le preguntaba a un anciano, que Emilia supuso sería su abuelo, sobre ese olor. Este le respondió que era el veneno que se ponía en los pastizales para evitar plagas de langostas y grillos. Seguía nublado y de a ratos llovía.

Compraron pan y fiambre y fueron a comer a la playa. Se refugiaron de la lluvia en una carpa que alguna familia habría alquilado, pero por razones obvias no estaría usando. Cuando terminaron de comer se acostaron sobre la arena fría a ver como el mar se movía. Felipe comenzó a besarla, después comenzó a pasarle su lengua por el cuello y la oreja. Emilia oía su respiración cada vez más fuerte, lasciva. Sin la menor sutileza, él metió su mano por debajo de su pantalón. Ella encontró en esa falta de tacto, o mejor dicho ese exceso de tacto, un des estimulante instantáneo. Vio la necesidad de Felipe de meter su mano ahí y no SU necesidad de que él meta la mano ahí. Con sus brazos lo empujó y lo miró.

-No encuentro nada excitante coger en la playa. No encuentro ni un poco de libido en la arena ni en el mar. No me produce adrenalina coger en público y mucho menos me excita la adrenalina. No me interesa tener una historia para contar, ni envejecer y lamentarme de lo triste y chata que es mi vida, como para tener que acordarme de esto para sentir que la disfruté.

Le dijo sin siquiera dejar que el vuelva a intentarlo. Lo liquidó con sus palabras. Antes de que si quiera pueda pensar una respuesta, ya estaba muerto.

Decidieron volver a la casa. El viaje fue silencioso. Pasto mojado, mar y acantilados.

7 de Abril, 2011.

-Dónde vas? Le preguntó desde la cama.

-A ver si Ernesto puede arreglar la caldera. Me quise bañar y no hay agua caliente.

Felipe volvió a apoyar su cabeza sobre la almohada y siguió durmiendo. Emilia lo miró durante unos segundos para ver si el se ofrecía a buscarlo, ya que después del episodio que habían tenido con el casero, este no era de su mayor agrado.

Pasó por la cocina, agarró el mate que había dejado preparado y fue en busca de Ernesto, camino al bosque. El silencio del campo era inmenso, parco. Una espesa neblina decoraba como un cuadro el pasto. A lo lejos se escuchaba el mar reventando, y más cerca, sus pasos sobre el pasto mojado por la lluvia de la noche. El sol seguía encaprichado por no salir. A lo lejos, la pajarera. Quieta, fría, esperando que ella se acerque, para que sus barrotes levanten temperatura y los pájaros enloquezcan. Cuando comenzó a caminar, el olor a amoníaco invadió su nariz. En el instante en que lo sintió se detuvo para asimilar la fuerza con que se hacía presente. A medida que caminaba hacia la jaula, el olor penetraba más adentro de sus fosas nasales. Un paso, una inhalación. Una inhalación, un golpe tóxico a su nariz. Cuando estaba a unos metros de la jaula, notó que los pájaros no se inquietaban con su presencia. El olor era nauseabundo. Filoso. Sus ojos lloraban haciendo cada vez más borroso el panorama. Su respiración se volvía cada vez más dificultosa y su corazón se oía más que el mar. La tranquilidad que tenían los pájaros la alarmaba. Lo que antes anhelaba, ahora la asustaba. Mareada llegó a la jaula, que en vigía la esperaba. Miró hacia arriba para ver a los pájaros parados sobre los hilos de alambre y tratar de comprender porqué esta vez no habían enloquecido, pero no estaban. El olor era insoportable. Entre lágrimas miró la puerta de la jaula sospechando que habían escapado, pero estaba cerrada. Luego, lentamente, asustada, temiendo que no estén, comenzó a inclinar su cabeza hacia el piso. Por fin pudo verlos. Duros, secos, inertes…los pájaros. Todos y cada uno de ellos, formando un colchón de plumas en el suelo. Muertos. El mate cayó de sus manos sobre el pasto mojado levantando humo que se camufló entre la niebla. Un grito desesperado cortó el rugir del mar y el sueño de Felipe, que se levantó, y desnudo corrió hacia afuera. Emilia corrió hasta la galería donde el la esperaba. Felipe aguardó mientras se tapaba la nariz con su antebrazo. Ella lo abrazó.

-Qué pasa? Le preguntó sin todavía poder despertarse.

Ella lloraba sin poder responder.

-Están muertos. Respondió después de un largo respiro.

-Quiénes están muertos?

-Los pájaros.

-De que hablás? Qué pájaros?

-Los de la jaula, los de tus tíos.

Felipe miró.

-Lo viste a Ernesto?

-No, estaba yendo pero primero vi la jaula.

Emilia seguía con los ojos vidriosos, todavía irritados y llenos de lágrimas. Miraba un punto fijo mientras golpeaba sus uñas entre sí, haciendo un ruido seco. Felipe entró.

-Ernesto no está en su casa. Alguien llenó de amoníaco el maíz y el alpiste de los pájaros. Dijo antes de que ella pueda preguntar.

-Nos vamos ya de acá.

-Esperá, no sabemos que pasó, pudo ser una equivocación, o el viento que trajo el amoníaco de los pastizales de la ruta.

-Una equivocación? Vos me estás jodiendo Felipe?

-No nos podemos ir por esto. Aparte el pasaje de vuelta es para mañana a la noche.

-Vamos a ir ahora mismo a Mar del Plata y lo vamos a cambiar.

Emilia caminaba rápido, ansiosa. Necesitando saber que se podía ir de ese lugar. En una mano llevaba su valija, Felipe la tomaba de la otra, como queriendo que aminore su marcha, pero era imposible. Se acercaron a la ventanilla.

Antes de que la mujer les pregunte con voz de resfrío “En que puedo ayudarlos?”. Emilia sentenció.

-Me quiero ir a Buenos Aires. Tengo pasajes para mañana a la noche y me quiero ir hoy. En el próximo.

-Imposible muñeca. Semana santa.

Emilia apretó sus dientes y miró fijo a la mujer, mientras que una lágrima intentaba salir de su ojo. Esta vez no la dejó. Con su otra mano apretó la de Felipe, que la miró asustado.

Se sentaron a tomar un café en la peatonal. El silencio era cortante. Ella sabía que se tendría que quedar hasta el otro día. Otra vez volvió a pensar en su padre. En los remedios. En los hospitales. En la insoportable idea de estar atrapado en un cuerpo. En un cuerpo enfermo. Que te humilla. Y pensó en como ese cuerpo enfermo la había atrapado a ella.

Volvieron a la casa. No quiso mirar hacia el patio. Comieron algo de pan con fiambre que había sobrado del picnic en la playa y se fueron a acostar. Emilia solo quería dormir, para que todo pase más rápido.

Felipe se acercó a ella, puso su brazo por sobre su abdomen y comenzó a acariciarla. Comenzó a besar su frente y pómulos. Puso su mano sobre su cuello y lo acarició despacio. Esto relajó a Emilia y le hizo acordar a cuando su padre la acariciaba hasta que ella se durmiera. Los besos de Felipe comenzaron a ser cada vez más intensos, de su frente pasaron a su cuello y luego a su boca. Cada vez más húmedos. Con otra intención. Felipe no buscaba calmarla, ni hacer que dejara de pensar en la jaula o en los pájaros. Ella corrió su cara pero Felipe insistió. Su respiración comenzó a oírse como en la playa, lasciva. Intentó correrlo con su codo, para darse vuelta y así poder irse a dormir, pero el no la dejó. Siguió besándola, y no sacaba su mano de su cuello. Su mano dejó de hacerle caricias, para sujetarla. Cada vez más fuerte, como un hombre no agarra a una mujer. Como un hombre asusta a una mujer.

Emilia intentaba alejarlo, apoyando su mano en su cara pero no podía. Hasta que clavó sus uñas en su cara y Felipe se alejó, entendiendo lo que acababa de suceder. En silencio se miraron en la oscuridad, con un hilo de luz que entraba desde afuera y cortaba la cara de Felipe, permitiéndole ver la marca de sus uñas en la piel. No hablaron. Solo se miraron, asustados, sorprendidos. Ella de él y él de él. Felipe se paro y se fue a dormir a otra habitación. Emilia comenzó a llorar. Desconsolada. Desilusionada. Asustada.

Esa noche no durmió.

8 de Abril, 2011.

Este día fue el último día que Emilia vio a Felipe. Ese día en que el sol por fin salió, haciéndoles creer que con él traía tiempos mejores y que todo lo malo que habían vivido en esos días era pasajero, ese día en que el sol por fin salió para ver como se despedían con un beso frío, con desconfianza, cuando Felipe se iba solo para la playa. La despidió con un beso casi por obligación, un beso que era realmente una despedida, una despedida para siempre. Ese día en que el sol por fin salió, en esa fría y lluviosa semana santa del año 2011, fue la última vez que Emilia vio a Felipe y fue la primera y también la última vez que Felipe vio a Javier.

Después de lo que habían vivido la noche anterior, Emilia sabía que cuando volvieran a la capital dejaría a Felipe. Sabía que nada sería igual, y Felipe, sin querer hacerse cargo, también lo sabía. Había sol, pero el frío en esa casa era insoportable. El frío que había entre ellos, como una barrera que no les permitía volver a tocarse. No había vuelta atrás, todo lo que Emilia había encontrado en Felipe estaba muerto. Cuando lo veía, veía a Javier caminando de lado a lado en la casa. HABÍA DEJADO DE CREER EN LOS HOMBRES.

Felipe se levantó de la cama, se vistió y fue a la cocina. Tomó un vaso de agua sin detenerse, lo apoyó y miró por la ventana.

-Hay sol. Dijo, tratando de minimizar lo sucedido la noche anterior.

Emilia no respondió. Estaba sentada sobre uno de los sillones de la sala. Tomaba un mate atrás del otro.

-Justo el día que nos vamos sale el sol.

Felipe se acercó a Emilia, se sentó a su lado y puso su mano sobre la parte baja de su espalda. Eso hizo que ella cerrara sus ojos, como si la mano de ese nuevo hombre estuviese tan fría que le quemara. Arqueó su espalda y sus pelos se erizaron como los de un gato. Sentía asco. Pero no habló. Él acercó lentamente su boca hacia la mejilla de Emilia, pero ella simplemente corrió su cara.

-Voy a la playa un rato.

Felipe agarró una de las dos manzanas que había sobre la mesa, le dio un mordisco seco y salió. Cuando Emilia sintió la puerta cerrándose, estalló en llanto. Solamente podía pensar en su padre. Si bien su muerte había sido un alivio para todos en la familia, ya que el cuidado había sido largo y sofocante, ella deseaba que él estuviese vivo. No porque lo extrañase, sino para verse en la obligación de tener que cuidarlo, de tener que estar sentada a los pies de su cama nuevamente, aferrando su mano a la de él, sintiéndose obligada a quedarse junto a su padre, sintiendo la culpa que sentía si se iba tan solo un minuto, por el temor de que muera y no poder estar junto a él cuando eso pase, quería que él estuviese vivo y enfermo, para tener que verse obligada a cuidarlo y de ese modo no haber hecho ese viaje.

Felipe llegó a la playa con el esqueleto de la manzana en su mano, le dio el último bocado y lo arrojó hacia el mar. Era de mañana pero sin embargo el mar estaba crecido, no quedaban más de tres metros de playa, hasta el acantilado. Se quedó parado por unos minutos viendo como las gaviotas planeaban a contraviento y cuando la corriente disminuía, se largaban a pique como flechas de madera hacia el agua, para buscar algún pez distraído. Se quedaban unos segundos bajo el agua y volvían a salir con la misma fuerza con la que entraban, sosteniendo con la boca un pez que se movía en vano.

Felipe comenzó a marearse, supuso que de tanto mirar fijo las olas, el movimiento del agua le produjo esa sensación. Despacio comenzó a agacharse hasta que se sentó en la arena. De a poco comenzaba a sentir como sus extremidades comenzaban a pesarle, como si toda la sangre de su cuerpo estuviese acumulada ahí. La boca comenzó a secarse y los párpados estaban cada vez más rígidos. La saliva era cada vez más espesa y tragarla era como tragar arena. Para ese momento sabía que algo estaba mal, que no era un mareo producido por el movimiento de las olas. Cada vez que intentaba inhalar, sentía como si sus pulmones estuviesen llenos de cemento, y su ritmo cardíaco disminuía cada vez más, pero cada bombeo de su corazón golpeaba contra su pecho como un bombo. Cuando intentó pararse su cabeza dejó de obedecer, pesaba más que todo su cuerpo y simplemente cayó hacia atrás.

Ahí estaba, vivo pero preso de su cuerpo, paralizado, con los ojos y la boca abiertos, pero sin poder hablar. Por unos segundos solo veía el cielo y el borde del acantilado que había atrás suyo. Veía las gaviotas volando sobre él y rezaba porque alguna pudiese arrojarse como flecha, levantarlo con su pico y llevarlo, también como flecha, hacia algún lugar seguro. Sentía el agua del mar empezando a tocar la punta de sus pies.

De repente, cuando pensaba que era el fin, por el borde del acantilado vio como la figura de una persona acercándose se recortaba a contraluz con el cielo. Desesperado, Felipe trataba de hacerle entender con sus ojos, con su mirada, que necesitaba ayuda, que no estaba en la orilla del mar, en esa playa vacía, tomando sol o descansando. Una vez que logró hacer foco con sus ojos, pudo distinguir a la persona escondida en la sombra. Vio que esta también lo miraba, y notó que no lo miraba de manera inocente, lo miraba fijo, observaba como el mar crecía sobre su cuerpo mojándolo, esa persona que salió a la luz de atrás del acantilado, podía distinguir el entumecimiento de sus miembros, podía ver el grito de ayuda que había en los ojos de Felipe, podía ver como deseaba ser un pez distraído y que las gaviotas vengan por él, y así y todo decidía no ayudarlo. Quién era esa persona capaz de dejarlo morir en la playa, capaz de dejar que el agua se lo llevara lentamente? La persona escondida entre las sombras lo observó durante unos minutos, asegurándose que el agua del mar, que a esta altura se encontraba a la altura de su cuerpo, se lo lleve pronto. A medida que el nivel del mar crecía, el cuerpo de Felipe giraba sobre sí. La persona entre las sombras seguía observándolo. Felipe sintió que algo tocaba su cara, algo duro. Torció uno de sus ojos hacia su izquierda y pudo ver que era el esqueleto de la manzana que había arrojado. Cuando el mar se cansó de esperar a que las gaviotas se lo lleven, viendo que no iban a hacerlo, decidió comenzar su trabajo, y lentamente lo arrastró hacia él. La persona entre las sombras comenzó a perderse nuevamente detrás del acantilado.

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