sábado, 4 de febrero de 2012


CAMINANTE
Llevo hoy caminando, exactamente seis meses, veintiún días y ocho horas. No es que deliberadamente haya decidido contar los segundos que acompañan mi andar, sino que casi de forma inherente, mi cabeza lleva esta suma. Funciona del mismo modo que el tiempo se marca en la erosión de las piedras o en la fruta al descomponerse sobre cualquier superficie. No poseo noción exacta de la dirección en la que camino, ni por cuanto tiempo más voy a caminar. Ni está en mis planes saberlo, ya que debo reconocer que la gesta de este constante caminar, el propio impulso de este manifiesto de mi libertad, es justamente, no tener un plan. Romper con toda estructura, mental o cultural que puedan quitarle naturalidad a mi presente. Por el contrario, mi marcha es sin duda alguna, una expresión pura de mi alma. Es la manera en que mi espíritu logró encarnar su concepción de lo que la libertad significa.
La primera vez caminé de un modo catártico, es decir, que descubrí que el caminar era una suerte de alivio, fue hace unos cuatro años. Me encontraba por entonces, sumergido en incertidumbre, que inevitablemente desembocaba en angustia y pánico. Me descubrí sentado a oscuras en un sillón en mi hogar por más de seis horas, sin saber que hacer ni decir. Ya sin certeza sobre si mis pensamientos eran reales o producto del delirio. Sin comprender si me encontraba vivo o muerto. Fue entonces cuando casi por inercia mis pies comenzaron a mostrar más vida que el resto de mi cuerpo, como si estos tuviesen vida propia, mente y alma. Comenzaron a arrastrar primero mis piernas y luego el resto de mi cuerpo. La siguiente imagen en mi cabeza es mirar hacia los costados y no tener noción alguna de donde me encontraba en ese momento, descubriendo luego que estaba a kilómetros de mi hogar. Cuando regresé a mi casa, encontré que dentro mío estaba viviendo una nueva persona. Como si ese caminar hubiese lavado o purificado mi cuerpo y alma, otorgándome una nueva esperanza frente al pánico que producía el simple hecho de estar vivo.
De este modo, el caminar comenzó a ocupar la mayor parte del tiempo en mi vida. Primero de forma semanal, luego diaria, hasta ocupar casi la totalidad de mis jornadas, literalmente, horas y horas. Así, como con un gotereo, esta nueva “disciplina” por llamarlo de alguna manera -ya que he aclarado antes, que es solo una manifestación tangible de mi alma-, comenzó a opacar o contrarrestar la angustia y la incertidumbre que me obnubilaban. Y en una sociedad en la que escribir convoca a la censura y el llanto al aislamiento homófobo, las caminatas se convirtieron en mi nuevo orden. Un orden que me eximía de responsabilidad, que reducía a la nada misma, me convertía en otra persona, me eliminaba de cualquier lista, me convertía en lo abstracto mismo.
Para cualquier transeúnte que se dirigiese a su trabajo, a buscar a la escuela a sus hijos, a la universidad, a la iglesia, a meter su sufragio en una urna, a dormir al parque, a matar a una persona, o a donde sea, yo era un simple peatón, ordinario y normal; un número mas en el calculo matemático que era la vida de esos peatones. De hecho, fue esta una de las razones por las que empecé yo a caminar. La desesperación generada por el hecho de saber que todo lo que estaba a nuestro alrededor era un cálculo. La necesidad de una respuesta que nunca llegaría me empujaba a huirle a ese cálculo. La necesidad de escapar a las instituciones, que sin preguntar, un día aparecen en nuestra puerta, para avisarnos que ahora son éstas las que van a manejar nuestra vida y a decidir sobre nuestro futuro, y a programarnos según su necesidad y criterio-o falta de tal-, ignorando todo orden natural. Ya no había teorías conspirativas que me quiten el sueño, ni guerras santas, ni manifiestos comunistas, ni dictaduras fascistas, ni gobiernos ambiciosos, ni vida o muerte, ni persecución. Ya no había culpas que me ahoguen; ya no había gente, ni familia, ni amistades que me aturdan con consejos soberbios, ni curas que apoyen su mano en mi frente para absolver mis pecados. Ya no había nadie. Ya no había nada. Ya no había YO.
Cualquier persona podría argumentar frente a esto, que después de tantos años marchando, mi propio “método de desobediencia” podría volverse rutinario y poco original. Apostaría mi propia vida -aunque no se realmente si tiene demasiado valor- frente a esta afirmación. Aunque no es comprobable, puedo asegurar que después de tantos años siguiendo ningún camino, por el contrario de lo que muchos puedan pensar, en nada se parece esto a una rutina. Es tan profundo el estado en el que uno se encuentra que ya nada se reconoce. Ningún edificio se parece, cada árbol es nuevo, cada centímetro cuadrado de asfalto o tierra tienen algo nuevo que decir, cada ciudad tiene una nueva historia que desea contar. Recuerdo en mis primeras excursiones en busca de nada, podía toparme un sin fin de veces con la misma persona, el mismo perro, el mismo policía, en el mismo horario, en la misma esquina, esperando el mismo “aporte” del mismo negocio, y en cada una de estas oportunidades, estos se presentarían como un nuevo individuo. Como un nuevo ser, que volvía a nacer cada día.
Da lo mismo, también, luego de tantos años, por donde se camina. Todas las superficies, sin importar su material, su textura o su relieve parecían una misma superficie. Las sentía como seda bajo mis pies, como si la locomoción desapareciese y mis pies se deslizasen sobre caminos de hielo. Todas y cada una de ellas me invitaban a caminarlas, me rogaban por que las camine. Era ahora un testigo del mundo, sin tiempo ni lugar. Me había convertido en un profesional, no había obstáculo que pueda detenerme ni amedrentarme. La duda ya no existía.
El costado onírico de caminar es uno de los principales motivos por los que continúo con ésta actividad. Sin siquiera buscarlo, comencé a notar que me daba cierta impunidad, cierta evasión, frente a la vida, frente a mis pensamientos, frente a mis sentimientos y frente a mi mismo. Caminando siempre sobre la casi imperceptible línea que separa lo real de lo ficticio, o lo onírico, mejor dicho. Más de una vez puede encontrarse uno despierto, pero a punto de perder la vigilia, cayendo en el umbral de los sueños. Sin distinguir si los hilos de pensamiento que surgen de nuestra mente son deliberadamente producidos o si provienen de un rincón del inconsciente, como algo inminente, como una necesidad fisiológica, que si no se produjese moriríamos. Y solo a algo tan profundo como un emergente del inconsciente pueden compararse mis andares. Andares que me han obsequiado una nueva concepción de lo que la soledad significa. La soledad como necesidad, la soledad como compañía única. La soledad como la manera más pura de abstracción. Cuando la compañía de nuestros seres queridos se vuelve banal, casi obligatoria, despojada de pasión y sinceridad, la soledad comienza a ser la verdadera compañía, ya que continuar con esta, casi burocrática, comparable con hacer fila en la puerta de un banco, puede culminar en dolor, lastimando a nuestros queridos, obligándolos a alejarse de nosotros por nuestro propio miedo de alejarnos de ellos.
Me encuentro solo hoy, literalmente solo. Solo en todo sentido de la palabra. Sin hogar, sin familia, sin amistades, sin amor, sin posesiones, sin presente, sin futuro y con un pasado que ya no vale. No tengo el menor rastro de mi familia. No puedo imaginarme lo que habrá sucedido luego de la última vez que salí a caminar. Habrán pensado que volvería? Pensarán acaso hoy que he muerto? Me habrá buscado mi mujer? Me extrañará acaso mi hijo? Pensarán que enloquecí? Se plantearán si alguna vez los he amado? Los he amado? No puedo mentir, sinceramente, desde que comencé mi ultima caminata no me detuve a pensar en nada de esto, simplemente caminé. Nunca pensé si he de volver, ni que sucedería en tal caso. Solo camino.
Llevo hoy caminando, exactamente seis meses, veintiún días y nueve horas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario