miércoles, 1 de febrero de 2012

Cuentos de piratas


“Seis días en la cuarta región es mucho tiempo”, le dije a Alonso, el jefe de redacción de la revista en la que yo trabajaba en ese momento. Era una revista sobre viajes y lugares. No era lo que yo consideraba una buena revista, pero de a poco empezaba a hacerse un lugar en el mundo porque ofrecía, según decía Alonso, “un punto de enfoque diferente sobre los lugares y sus historias”. Y pagaba mi alquiler.
En fin, en pleno invierno, hice mi bolso, y con mi libreta y mi máquina de fotos arranqué para Tongoy, un pueblo pesquero perdido en el norte de Chile. Veinte cuadras de casas y bares llenos de pescadores borrachos y poco amigables, encerrados entre el mar y las desérticas montañas de la región. Un lugar en donde un visitante pasa muy poco desapercibido.
Supuestamente, hace centenares de años, vivió en Tongoy el pirata Clark, quien, según dice la leyenda habría escondido tesoros en las grietas formadas por el agua a los pies de la montaña. Esto era, aparte de emborracharse, el segundo pasatiempo para los habitantes del lugar. Y así fue que llegué y comencé a investigar. Luego de un día de recorrida por los bares y el puerto, lo único que conseguí fueron burlas y amenazas, lo que confirmaba dos cosas. Una era que los visitantes no eran bienvenidos. La otra era que los locales realmente creían en los supuestos tesoros. Ese mismo día supe que no iba a volver con una historia bajo el brazo para entregarle a Alonso.
Lo único que me llamaba la atención del lugar era que la mayoría de los habitantes eran rubios, algo poco común para un pueblo perdido en el norte chileno. Pero mi asombro terminó cuando la dueña del albergue en el que me hospedaba me dijo que era el único pueblo en donde se habían concentrado todos los inmigrantes alemanes de Chile.
Y así, aburrido, de la playa al bar y del bar al albergue, pasé mis días intentando inventar alguna historia sobre el pirata que supuestamente habría escondido tesoros en la región. Siempre pensé que si tuviese la suerte de tener un tesoro, lo hubiese gastado en la buena vida en lugar de esconderlo en una playa desértica. ¿Pero quien era yo para juzgar a un hombre por su codicia?
Decidí dedicar mi último día en Tongoy a recorrer el pueblo. Tengo que reconocer que no había demasiados eventos de interés cultural (o de interés alguno), más que pasar a beber un pisco en cada bar, como para cargar combustible, o petróleo, como dicen ahí. Además, las mujeres eran todas muy flacas y muy rubias para mi gusto. Y muy poco amigables, también para mi gusto.
Cuando el sol comenzó a caer, cerca de las nueve de la noche (si, había estado desde las doce del mediodía hasta las nueve de la noche paseando por los todos los bares, bebiendo pisco), porque por más invierno que fuere, la luz baja muy tarde en el norte chileno, pasé por la puerta de un pequeño local donde vendían estatuillas de santos y piratas. Como si fuese una tienda de recuerdos, pero llena de estatuillas de santos y piratas con caras un poco tétricas. Decidí meterme a investigar un poco. Obviamente, cuando intenté sacarle información a la señora que atendía, no tardó mucho en regañar sobre mis intenciones, afirmando que “el tesoro es de los locales”, y cuando quise explicarle que yo era un simple periodista argentino que venía a escribir una historia, y que no quería ningún tesoro, sentenció que “mucho menos un argentino iba a venir a robarles lo que era suyo”, y que “debería irme antes de que las cosas se pongan feas”. Cuando me retiraba del lugar, una estatuilla logró captar mi atención e hizo que una corriente de aire frío corriera por mi espalda hasta mi cuello. Era una estatuilla de una mujer pirata. Una mulata de pelos negros, que llevaba un sable en una mano y la otra la apoyaba sobre su cadera haciendo que su pose me recuerde más a una sirena que a una pirata. Llevaba puesto un sombrero de ala ancha, negro, con pequeñas cintas de colores que colgaban de estas. En el frente llevaba en dorado, un timón de barco. Pero lo que más me llamó la atención fue que en la base de madera que la sostenía, había una leyenda: “nadie se va de Tongoy con el tesoro”. Luego de unos segundos de hipnosis, recobré mi aliento etílico y me fui a dormir.
Antes de dormir, decidí tomar el último pisco en el bar del albergue, como para conciliar el sueño. Estaba vacío, excepto por un viejo pescador que contaba alguna historia de alta mar, la cual no estaba dispuesto a escuchar. Mientras terminaba mi vaso, se desató una lluvia muy fuerte, algo poco común en regiones desérticas como esa. El viejo terminó su vaso y se retiró bajo la lluvia. El hombre detrás de la barra me miró e hizo un gesto señalando su reloj, haciéndome entender que ya era hora de cerrar. Di mi último trago y antes de apoyar el vaso, la sombra de una mujer se asomó por la puerta. Era una mulata de pelo negro, endurecido por la sal, como los tentáculos de un pulpo. Ojos negros como dos remolinos, que no permitían ver si tenía o no pupilas, y labios tan negros que parecían violetas. Llevaba puesta una camisa blanca con un nudo en su cintura y los tres primeros botones desabrochados, mostrando dos pechos que hacían hecho valer mi estadía en el lugar. Debajo, una pollera celeste apretada en su cintura y más suelta de las rodillas hacia abajo, lo que me hacía acordar a una sirena. Llevaba puesto un sombrero idéntico al de la estatuilla. Sin dudar un segundo, la mujer caminó hacia mí y se sentó en mi mesa. Me preguntó si tenía algún problema con esto, pero antes de dejarme contestar hizo una seña con su mano al camarero, quien trajo muy rápido una botella de pisco sin abrir y desapareció por una puerta que había al lado de la barra.
Entre copa y copa me contó que era nacida en Tongoy y que era la única mujer pescadora del lugar. Mis respuestas se limitaban a un “si” o un “no”, y cuando me dejaba hablar, contestaba con algunas sílabas más. Su hablar era como un canto y en su aliento podía oler el mar. Las gotas de pisco que caían por sus labios violetas cada vez que daba un trago, iban a parar al medio de esos dos pechos que me hacían recordar las montañas áridas a mis espaldas. Una vez terminados los últimos tragos, agarró la botella y la dio vuelta a unos diez centímetros de su boca, dejando caer las últimas gotas en esta. La apoyó, me agarró del brazo, y caminando bajo la lluvia me llevó encantado hasta mi habitación. Una vez ahí, cerró la puerta, haciendo que la habitación se vuelva totalmente oscura y me empujó sobre la cama. No podía ver nada, pero me di cuenta de que la tenía cerca, ya que sentía su respiración muy cerca de mi boca. Sentí su mano sobre mi nuca, empujó mi cara hacia la suya y comenzó a besarme. Juro que nunca sentí esa sensación en mi vida. Sus besos eran casi venenosos, como relajantes.
Agarró mi mano con la suya, la cual estaba helada, y la apoyó entre sus piernas. Literalmente sentía como sus labios crecían sobre mis dedos, como una medusa. No se como lo había hecho, pero ya estaba desnuda. En el preciso instante en que me empujó sobre la cama y cerró la puerta, se quitó sus ropas sin que yo siquiera pudiera desatarme los zapatos. Sin dejarme que saque mi mano de su lugar, dejó de besarme y me la empezó a chupar. Sentía como si un remolino me estuviese llevando hacia el fondo del mar. Me sentía tan pequeño, tan indefenso. La habitación estaba oscura, pero sus ojos eran tan negros que podía verlos, mientras me miraban. Sus ojos eran más negros que la oscuridad. Desnudos en la cama nos revolcamos como si esta midiese metros. Me sentía el capitán de un barco luchando contra una tormenta. Sabía que la tormenta no me mataría pero si jugaría conmigo un rato. Sus pezones eran negros como todo en su cuerpo. Entre sus piernas me sentía indefenso, pero seguro. Indefenso frente al poder de la tormenta bajo un cielo negro, pero seguro frente al resto del mundo, como si la tierra firme no fuese mi lugar. Su vagina, también negra, era más fuerte que cualquier músculo de mi cuerpo. Con esta me sujetaba de mi pene mientras se chorreaba sobre todo mi abdomen. Ahí se concentraba todo, era el núcleo de poder y equilibrio del mismísimo mundo. La perla en la concha. La sentía moverse sobre mí con el ritmo de las olas en alta mar. Tenía ganas de pedir perdón por cualquier mujer con la que me pude acostar entes de ella. Todo lo anterior a ella era un insulto al buen gusto y a la pasión. Luego de un tiempo, que no podría decir cuanto fue, pudo haber sido un minuto o seis horas, pude acabar. Caí sobre mi cama y como envenenado, me dormí.
Al otro día desperté y como era de esperar, no estaba. Me costaba salir de la cama. Por unos segundos creí que era la resaca del pisco, pero me di cuenta de que era solo por el sueño, un sueño profundo del que no podía salir. Me preguntaba si lo de anoche habría sido real. Creía que si, pero el estado de somnolencia en el que me encontraba, no me permitía pensar con claridad. Miré por la ventana y había un sol enceguecedor. Me quedé unos minutos en la cama, pensando en lo de anoche, hasta que me convencí de que había sido solo un sueño. Con torpeza me levanté y caminé lentamente hacia el baño. Hice lo mío y cuando salí, ahí estaba. Tirado en el piso, a los pies de mi cama, el sombrero, con sus cintas de colores y el timón dorado. Después de todo, la estatuilla no tenía razón.

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